He disfrutado con sus ruinas, sus calles, su comida, su vaso de tubo, sus colores, su forma de entender la vida, sus precios. Es indudable que el país contiene algo de una espiritualidad, mezcla de las creencias indígenas, el arraigo católico y la influencia de los gringos.
La sencillez de la comida, el gusto por la fruta, los aromas, y todo en una macrociudad que puede enmascararse por momentos en una gran urbe moderna. Nada más lejos de la realidad; la ciudad no puede engañar a su pasado de monumento de sí misma, recordándose imponente en el centro del lago Texcoco.
Y nada se puede escapar. Ni las construcciones coloniales, ni sus rascacielos son ajenos al esencial espíritu que atraviesa la capital. Ojalá haya una mejor oportunidad para que el interior del país corroboré estas sensaciones intensas, duras, fugaces.
Y finalmente, la noche, la música, las luces -siempre pocas, pero siempre demasiadas-. El mariachi loco quiere bailar.
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